Tuve grandes Maestros en la Escuela Técnica de la Publicidad, ETP, qué enormes… gigantes. Me dieron clases la crema y la nata de la publicidad de la época de oro: Arrigo Coen Anituá, Don Eulalio Ferrer, Don Antonio Menéndez, Paco Fernández, Luis Manuel Rayas, Miguel Hisi Pedroza, Don Carlos Fink, el Maestro de Maestros Jean Domette, Don Manuel Cosío, Javier Sánchez Campusano, más otras muchas figuras que se me olvidan y que sólo la memoria prodigiosa de Doña Rosita Rodríguez, mi paisana, puede recordar, y por supuesto Fernando Flores Fregoso.
No recuerdo a Fernando como un maestro sino como él decía, un amigo. Un amigo que sabía de todo y de todo daba cátedra. Cuando se interesaba en alguna persona le prestaba especial interés. Algunas ocasiones nos juntamos a comer y platicar de nada, a discurrir de la vida y sus tropiezos, de la vida, no los suyos.
Una ocasión, lo invité a comer al comedor ejecutivo de la empresa donde yo trabajaba. Llegó minutos antes y quiso charlar sobre mi trabajo, mis funciones y mis responsabilidades. Nos sentamos a comer y Fernando además de disfrutar el menú y viendo hacia la ventana me comentó que se sentía a gusto, satisfecho.
Ya en la charla de sobremesa me externó que se sentía orgulloso, sumamente orgulloso de que un alumno suyo tuviese un puesto importante, y que también se sentía orgulloso de sí mismo, porque los frutos de sus alumnos eran sin duda el resultado de su enseñanza. Me conmovió. Tenía razón.
Lo que les quiero contar es sobre el día que Fernando llegó a la clase con su clásica melena alborotada y sin más nos comentó que venía triste y a la vez feliz, contradictorio. Nos platicó que acababa de cumplir 32 años y recién recibía la noticia de que era abuelo. Su hijo de dieciséis años le confirmó que ambos habían tenido un hijo a la misma edad. Fernando disfrutaba que yo contase esta anécdota y cada vez que se daba la ocasión me hacía un guiño y me invitaba a revivir de nuevo esta historia de su vida.
Fernando comentaba que él era de carácter tímido, aunque yo no lo creyese. Que él escondía su corta edad permitiendo aflorar su conocimiento dando clases. Fue siempre un charlador innato y te dejaba boquiabierto su saber de todo. Nunca le oí declamar pero sabía de poesía. Era docto lector y se sabía pasajes de memoria de algunos libros, no los recitaba pero hacía justas interpretaciones de los contenidos. Éramos muy jóvenes, aunque él mayor que yo, soñábamos sobre el mañana del futuro.
Alguno no estará de acuerdo en ni narrativa de Fernando sólo que él tenía una distinta interpretación de los momentos, quería que tú estuvieses a gusto.
Fernando y yo dejamos de frecuentarnos por muchos años hasta que en una ocasión me visitaron él y Lalo de los Eros a la agencia. Fernando para mí había cambiado, era más serio y más orientado a los negocios, más pensante, más Fernando Publicista.
Nos encontrábamos en las reuniones sociales, la mayor de las veces sentados en la misma mesa y casi siempre apegado a los cánones establecidos, me indicaba con una leve inclinación de cabeza, ajustándose el sombrero, cuando era justo el momento para una vez más narra yo su experiencia de abuelo. Fernando Flores tal cual.
Por Lauro Quintanar Sarellana.